EGUAGLIANZA - Ana Erostarbe Madrazo

A menudo suelo preguntarme qué pensarían grandes como Virginia Woolf, Clara Campoamor, Olympe de Gouges (que se dejó la cabeza al pie de la guillotina por defender los derechos de las mujeres en la Francia revolucionaria), o tantas otras pioneras, sobre la situación de las mujeres en el mundo de hoy.

Ana Erostarbe Madrazo

Ana Erostarbe Madrazo - Periodista

Me las imagino respondiendo a mis preguntas —todas en un foro, cada cual vestida de su época— maravilladas por los avances logrados, al tiempo que sorprendiéndose de que ni el paso de los años ni el peso de los argumentos hayan sido suficientes para materializar la igualdad entre mujeres y hombres. Todavía. En ningún país del mundo.

Alguna quizá —la más conciliadora— reclamaría paciencia, y más de una le recordaría lo poco que ha hecho la paciencia hasta ahora por nosotras, que desde hace unos 300.000 años habitamos un planeta en el que la igualdad entre los dos sexos necesarios para la existencia de la humanidad es todavía hoy un «desafío» (ODS 5 de la Agenda 2030). Todavía y en todos los países del mundo.

Pero es cierto. Avanzamos. En estos años son muchas las voces que han tomado conciencia del espejismo de la igualdad (en lenguaje de andar por casa «se han caído del guindo»). Muchas las que han comprendido que los años «per se» no nos colocarán en el mismo lugar, y las que —más o menos tímidamente, con mayor o menor seguridad para defenderse a la vuelta del debate— se han sumado al uso de los argumentos y dado un paso al frente hacia la incomodidad de la denuncia. Desde conversaciones profesionales a conversaciones privadas o casuales: «El panel de esta jornada no se corresponde con la realidad sectorial. No hay ninguna mujer en esta fotografía. Solo hay hombres en este jurado. Este premio no puede recaer por vez cincuenta en un hombre. Yo también quiero tiempo libre. Hoy cocinas tú. Ese comentario tuyo es faltón o eso que has dicho ni es una broma ni tiene maldita la gracia».

Se han sumado muchas voces (al tiempo que se han recrudecido las más arcaicas e inmovilistas), y la exigencia de igualdad ha cobrado fuerza gracias a esta constatación continuada de la desigualdad. Un activismo individual y a menudo ingrato, que ha posibilitado el movimiento al que hemos asistido como sociedad en los últimos años. Porque, aunque las instituciones han jugado una parte, la política va siempre detrás, y la sociedad —no lo olvidemos— la movemos (o no) las personas: con nuestra acción o nuestro silencio.

Un cambio social en actitudes y formas que responde, por tanto, al activismo de muchas mujeres y de algunos —todavía pocos— hombres. Porque si bien es cierto que el suelo se está moviendo para toda la sociedad, todavía están lejos de ser mayoría los hombres que defienden la igualdad con el argumento, y aún menos quienes lo hacen con el ejemplo. «No participaré en la jornada si no hay mujeres. No acepto este premio. La lavadora para mí. Ya pido yo la jornada reducida, y a ver si actualizamos el repertorio de chistes».

Hace poco aprendí la palabra igualdad en italiano: «eguaglianza». Alianza entre iguales. La obviedad hecha sentido. Solo una alianza nos traerá la igualdad, esa que los estudios sitúan a 300 años. Nosotras seguiremos empujando y ganando terreno. Celebrando nuestra esencia, diversidad y valor. Pero hasta que ellos no avancen en su compromiso, den ese incómodo paso hacia posiciones rupturistas y transformadoras, y comprendan que, tras la pérdida de privilegios, están la ganancia para la especie y la verdadera justicia, nunca lo conseguiremos del todo. De Gouges ya lo vio: «Hombre, ¿eres capaz de ser justo? Una mujer te hace esta pregunta».